martes, 31 de octubre de 2017

Amor de mar




Arropada entre sus brazos el mundo se paró. La manecilla del reloj empezó a dar vueltas sin sentido y las gaviotas dejaron de cantar, o al menos eso me pareció. Me apoyé tímidamente en su pecho. El sonido de su corazón se mezclaba con el tenue arrullo de las olas. Recé a Dios para que ese sonido nunca acabara. En ese momento tenía tanto que decirle, pero ante la emoción no era capaz de desnudar mi alma . Tan solo sentir la calidez de su cuerpo y una brisa enredando mi cabello me bastaba para saber que no estaba en ningún sueño. El aroma de la sal me embriagaba mientras él dirigía  mi rostro hacía el suyo. Su boca empezó a buscar lentamente la mía. Cuando noté su respiración tan cerca un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Era incapaz de mirarle a los ojos. ¿Realmente sentiría lo mismo que yo? Avergonzada, aparté mi rostro  de él evitando que sus labios rozaran los míos.
Pasamos unos minutos mirando el vaivén de las olas en silencio. Por fín, él sonrojado se atrevió a hablar.
—Me duele tanto tenerte y no tenerte. Pero esperaré. No me imagino una vida sin ti.
Oír eso hizo estremecerme. Por el rabillo del ojo pude comprobar como un reflejo brillante caía por sus mejillas. Su dolor penetró fuertemente en mí armándome de valor e hizo que rozara  suavemente mi mano con la suya. Cuando giró  su cabeza hacia mí, pasé mis dedos  por sus mejillas acariciando las lágrimas que caían por sus surcos. Esa fue la primera vez que fui capaz de sostenerle la mirada. Por fin estaba segura. Y fue allí como, temblando y vulnerable, cumplí lo que siempre me había prometido: Que mi primer beso fuera con aquel que recibiera también el último.

sábado, 16 de septiembre de 2017

La última vez


Las dos estábamos en silencio mirando el horizonte. El cielo estaba teñido de un precioso color rosado. Cuando era pequeña, ella me decía, que si dos personas miraban al cielo y  estaba rosa, era porque desprendían tanto amor la una por la otra, que el cielo no podía evitar contagiarse de ello.
—Oh, ¡Qué cielo más bonito! Mira… ¡Está rosa! —exclamó.
Hacía años que no le había ido a visitar. Y aun así, todo estaba como antes: el televisor encendido en el mismo canal de siempre, libros en la vieja estantería llenos de polvo o ese vestido verde con flores anaranjadas que tanto le gustaba vestir. Incluso ella se comportaba como si nada hubiera pasado. Como si quedara algo más que ese vacío de lo que hubo o simplemente no me hubiera destrozado el corazón en mil pedazos.
Sentada en el balcón donde tantos atardeceres pasé, mi cabeza se llenó de mil recuerdos. La suya, ya no se acordaba de nada.
Ella me hablaba y yo no podía evitar sentirme extraña. Años atrás, habría disfrutado de esa brisa que acariciaba mi cara, del sonido melódico de su sonrisa o simplemente sintiendo un gran amor. Pero ahora,  ya no había rastro de él en mí.
—¿Volverás en Navidad? —preguntó como si realmente fuera su deseo—. Yo no sé qué haré ni con quién las pasare. Ya lo sabes, poco se acuerdan de su madre.
Sentada en esa silla parecía una muñeca abandonada, a la cual, solo limpiaban el polvo cuando las arañas ya habían hecho nido en ella.  A pesar de la lástima que sentía, no podía dejar que me invadiera. No con ella: con la persona que me había destrozado la vida.
—No lo sé mamá —respondí observándole la cara. Siempre había estado arrugada, pero ahora se notaban más los surcos—. Si vuelvo a la ciudad, claro que te vendré a ver —mentí.
Ambas miramos al frente y de nuevo, un gran vacío se apoderó de mí. Darme cuenta de esa distancia emocional que sentía, era mucho más dura que los 3.000 km que separaban mi casa de ella.
Me apoyé a la barandilla escudriñando los edificios sombreados de color negro. ¿Le había dejado de amar  o me había negado a sentir? Sentí un pinchazo en el corazón, pues no tenía una respuesta clara para eso. Al ver que no le prestaba atención, me puso la mano sobre mi pierna y sentí un escalofrío al notar su calor. Me transportó a momentos de felicidad vivida con ella. Momentos que ya nunca volverían. Poco a poco noté como el contorno de los edificios que observaba se iban difuminando. Respire y evité que mis lágrimas fueran mucho más allá de su lugar de nacimiento. Tenía miedo de dejarme llevar y sentir toda la desesperación y angustia que durante mucho tiempo habían formado parte de mi ser.
—Me tengo que marchar —dije con un hilo de voz. Ella asintió haciendo ademán de levantarse. Ya casi no podía moverse sin realizar pasos torpes e inseguros—. No, tranquila. No te levantes aun, me quedaré 5 minutos más —. Ella se volvió a acomodar en el asiento, aliviada por tener algo más de compañía, indiferente de quien fuera.
Poco antes de marcharme, le miré la cara y sentí que esa sería la última vez. Que ya no la volvería a ver nunca más. Por eso cerré los ojos e intenté dibujar en mi mente ese momento: Ella y yo bajo un cielo rosado por el amor que una vez llegué a sentir.